Para la gente inexperta, como yo, acompañar a una mujer a comprarse ropa significa contemplar a la chica de sus sueños enfundada en atrevidos, sugerentes y ceñidos trajes de noche, vaqueros o tops, que de otra forma jamás se atrevería a ponerse, ya sea por su coste o por lo atrevido de la prenda (según sea cada una)
Es como la carrera de informática, si no tienes información sobre ella te parecerá lo más molón del mundo, pero una vez cruzas el umbral... el infierno se abre ante ti y el diablo en persona te recibe con tridente en mano y aliento de azufre. Estás perdido.
No es lo mismo entrar en una (en este caso conocida) boutique, allí te reciben bellas dependientas, ángeles a ojos del incauto comprador, que no tardan en transformarse en arpías dispuestas a todo con tal de captar a un cliente y chuparle la tarjeta de crédito. Para rematarlo todo, una de ellas era la viva imagen de una chica con la que salí hace tiempo, lo cual me trajo penosos recuerdos que amenazaban con empañar la mañana.
A medida que mi amiga iba recorriendo los pasillos de la tienda, iba cargándome con pantalones, camisetas, jerseys y en definitiva, cualquier cosa que pudiera sentarle bien y que una vez recorrido el establecimiento de arriba a abajo, pasaría a probarse para mi regocijo y deleite.
¿Cómo iba a saber yo que, lo que me parecía no nos llevaría más de unos minutos, se iba a prolongar por más de una hora? Pues ante un mostrador con diversas chaquetas, surgió una de las grandes incógnitas del mundo: ¿cómo distinguir la pana marrón, de la pana algo menos marrón? y no sólo eso ¿cómo distinguir cual de los dos tonos te favorece más?
Hay temas para los que la mente de un hombre sencillamente no está capacitada, y ese es uno de ellos, así que mientras ella discutía la cuestión con una de las dependientas, me acerqué a una ventana a contemplar a las chicas guapas que pasaran, ya que mirar a las que había dentro de la tienda, hubiera quedado un poco mal.
En ello estaba cuando un par de hombres trajeados, entraron en mi campo de visión, deteniéndose junto a un banco a un par de metros de mi posición. Por fortuna estaba tras un cristal blindado de 5 centímetros de grosor a prueba de testigos de Jehova, pues eso es lo que eran, gente por otra parte contra la que no tengo nada, a no ser que me despierten de la siesta (cosa que suelen hacer).
Como ninguna de las chicas que paseaban por la calle, llamaba mi atención, me dediqué a contemplar la labor evangelizadora de aquellos hombres, que hasta el momento habían tenido escaso éxito.
Entonces llegó él. No sólo prestó atención al saludo de los dos, sino que entabló conversación con ellos!!!. Algo inaudito pues ¿qué lleva a una persona a detenerse en mitad de la calle a hablar con unos testigos de Jehova? ¿cómo de vacía debe de ser su existencia para atesorar con alegría (porque lo disfrutaba) una charla con dos desconocidos que tratan de convencerle de que el mundo está podrido y lo mejor que puede hacer es empezar a creer en alguien en quien hasta el momento no creía, con los problemas de adaptación que conlleva, como por ejemplo empezar a ver el sexo solitario como algo pecaminoso en lugar de un acto de desahogo por parte de aquellos que no pueden acostarse con una mujer? El tipo era joven, barbudo, sin trabajo (digo yo, porque a las 12 si vas por la calle es que estás en el paro), alrededor de la treintena... igual era su supervisor.
La deliciosa voz de mi acompañante me devolvió a la realidad. Tras revolver media tienda había llegado la hora de los probadores. La imaginación, la libido y cierta parte de mi cuerpo se dispararon ante lo que me esperaba, y mucho más al ver que todo lo que ocultaría su delicado cuerpo de mi, era una simple cortina, bastante fina al tacto. Pero dicha cortina deben haberla diseñado ingenieros de la Nasa porque no dejaba ver nada, ni el más mínimo centímetro de su sedosa y perfumada piel. Parece mentira que algo tan corto pudiera ocultar tanto. Lo único que pude hacer fue agachar la cabeza y rezar porque se le cayera algo al suelo. De más está decir que no fue así y pronto apareció ante mí con unos pantalones que se ajustaban a su trasero como un guante, dispuesta a hacerme una pregunta que por siglos ha sumido a los hombres en la desesperación: ¿esto que tal me queda?
Debido al escultural cuerpo de mi amiga, cualquier cosa que se pusiera le hubiera quedado bien y así se lo hice saber. Menos suerte tuvo el chico que tenia al lado. Yo no se mucho de mujeres, pero si una chica te consulta si esa camiseta que lleva le hace mucho pecho, es que te considera inofensivo como una zanahoria en un campo de lechugas.
Tras más de 3 horas en la tienda, la mayoría de las chicas me miraban de forma complaciente, incluso en los probadores no dudaban en salir medio desnudas, ignorantes de que ante ellas había un hombre que literalmente se estaba cociendo por dentro. A tanto llegó la cosa, que tentado estuve de colocarme un cartel que dijera "No soy gay". Claro que entonces, la señora tan atractiva del probador de al lado no me hubiera pedido que le subiera la cremallera....