La inmortalidad

Hace unos días, por uno de esos caprichos mentales que traen a la superficie lo que parecía hundido para siempre en el mar de la consciencia, me acordé de una de mis profesoras de Física y Química que me dio clases durante un par de años de educación secundaria. Era una persona estricta, creo que algo cansada de su labor docente; a ojos de los alumnos despistados podía parecer bastante huraña y mostraba un carácter agrio en cuanto algo la contrariaba. Esa era mi opinión hasta el día en que tuve que salir al encerado a resolver un problema para el cual no tenía solución alguna. Me puse tan nervioso por ello que no sabía ni qué decir.

Debió darle pena la forma en que intentaba balbucear palabras inconexas que relacionaran la velocidad centrípeta con la aceleración, mientras me ponía colorado como un tomate y se abrían las compuertas de una presa sudorosa que pronto cubrió todo mi rostro. Me devolvió a mi asiento y tras acabar la clase se acercó a hablar conmigo para ver cómo me encontraba y darme ánimos. Desde entonces entablamos una cierta amistad que duró el tiempo en que estuve cursando mis estudios.

Un par de años después, me enteré de que había muerto de cáncer de pulmón. No había dicho a nadie que estaba enferma y estuvo dando clases hasta que las fuerzas le fallaron. Pese a que su deceso fue una sorpresa, no lo fue tanto su causa, pues fumaba más de dos cajetillas al día. Un vicio que quien la conocía había intentado que dejara.

No sé por qué razón, la busqué en Internet. Quizá quería verla una vez más en alguna vieja foto de archivo o saber si había alguien más que la hubiera conocido y hubiera plasmado su experiencia en papel. Lo único que encontré fue un viejo B.O.E. en el que aparecía su nombre como nuevo miembro del profesorado de Física y Química del Ministerio de Educación. Nada más. Sin embargo, al ver su nombre allí escrito me asaltaron decenas de recuerdos y vivencias que no recordaba. En ese momento me di cuenta de la profunda huella que había dejado en mí sin haberme dado cuenta ni con ostentosas muestras de afecto. Con su apoyo, me ayudó a ser quien soy hoy. E imagino que, al final, en la vida de una persona es lo único que importa, el dejar una huella en los que le rodean de tal forma que siempre esté con ellos y, de esa forma, uno nunca muera del todo. Es todo lo máximo a lo que podemos aspirar.

Un beso, Esther, donde quiera que estés.
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