La vida es una carrera de obstaculos, como dijo alguien; Saif Saaeed Shaheen creo. No podia imaginar aquella soleada mañana, que mi diaria caminata a la biblioteca también lo fuera.
Nada más alcanzar el ascensor surgió la primera dificultad. Debe existir alguna ley no escrita según la cual, si alguien de tu comunidad de vecinos se encuentra en dificultades, tienes que ayudarle a la fuerza, algo así como la ley del mar versión ladrillo. La puerta del ascensor se abrió. El interior estaba repleto de muebles de aspecto pesado, apiñados en torno a un hombre con toda la pinta de no poder dar un paso más con ellos.
Calculé la probabilidad de que el agotado inquilino pudiera descargar el ascensor a tiempo, pues llevaba prisa y tomar las escaleras (pese a vivir en un 4º, si, soy flojo) se convertia en una opción recomendable. Pero el tipo debió de tomarse mi prolongado vistazo a sus bártulos, como un ofrecimiento implícito de ayuda, pues cuando se está en apuros, uno tiende a agarrarse a un clavo ardiendo, aunque este no exista. Así que con un aliviado gracias, puso en mis brazos una lámpara neoclásica, con la bombilla fundida; al menos no pesaba mucho.
Por suerte, su vivienda estaba al lado y en diez minutos, todo había quedado amontonado en su salón. Días despues me enteré de que se llamaba Cipriano, y habia ido a recalar allí, huyendo de su mujer; pues sin presentarme siquiera, en ese momento corrí escaleras abajo. Al menos la ira del Pocero, dios de los inmuebles, no caeria sobre mí por no cumplir su ley.
Lo que quería evitar con mi atropellada carrera, en la que me llevé por delante a una vecina, que por suerte llevaba de serie un buen airbag con el que alivió el impacto, era la entrada al colegio privado cercano a mi hogar.
El episodio del ascensor, me habia retrasado, así que no pude evitar la extensa caravana de gente que ocupaba la acera, camino del centro escolar; en su mayoria padres que charlaban de forma distraida, como si no tuvieran otra cosa que hacer despues, más que leer el Financial Times mientras su cuenta corriente va aumentando con las rentas de la bolsa.
Me tocó en suerte caminar tras un par de señoritas de refinado porte, esto es: dos pijas, que comentaban animadamente los avatares del día anterior en el spa de moda y la poca eficacia de las mascarillas de pepino. De entro los muchos temas que tocaron en pocos minutos, hubo uno que me sorprendió.
De todos es sabido que los ricos tienen una percepción distinta de la realidad que la del resto de los mortales, pero lo que no sabia es que también la suerte fuera distinta para ellos. Una de las pijas, le comentó con pesar a la otra, cómo no habia sido agraciada con la lotería de la noche anterior por sólo... ¡¡¡tres números!!! Mala suerte es que el último dígito no coincida, pero que no coincidan tres no es mala suerte, es que es más probable que la toque yo, que el premio gordo.
Pasada la puerta del colegio, el camino quedó más despejado, hasta que se me cruzó el sempiterno grupo de alumnas finlandesas, que a punto estuvo de provocar que chocara contra la misma farola de siempre, en cuyo lateral está impresa la forma de mi cara.
El motivo último de mi apresurado paso, era intentar coincidir con la bibliotecaria pelirroja, antes de que se marchara a desayunar, ya que como buena funcionaria, no volveria hasta pasadas las 12. Ya me encontraba en la calle de la biblioteca, cuando las vi.
Eran dos adolescentes que caminaban distraidas hacia mí. Cuando me vieron, sonrieron abiertamente. De inmediato se puso en marcha en mi imaginación un complejo e inexplicable engranaje, que culminó en la extravagante idea de que les habia gustado y trataban por medio de sus risitas y miraditas que yo me percatara de ello.
Quise devolverles el gesto, guiñandoles el ojo, aunque de forma tan desastrosa, que más que un gesto seducción pareció un futil intento por matar una mosca con el parpado. No parecio importarles, porque se pararon ante mí igual de sonrientes. Una de ellas, se dirigió a mí con su voz más melosa.
- Perdone señor, ¿tiene fuego?
Cada una de las letras que conforman la palabra señor se clavaron en mi ego como si de afilados puñales se tratara. Ante mí paso toda mi vida como joven: mi primera bici, el MSX, las clases de educación física... me quedé en estado de shock, incapaz de decir palabra.
Ellas se fueron molestas por no haber recibido respuesta alguna, y allí me quedé estático, con la mirada perdida y la mente en otros tiempos en los que al ir a comprar el Primera Linea, me miraban raro (ayer). Mi autoestima se deshacia como un castillo de arena, engullido por la marea alta del atardecer de mi vida.
¿Dónde quedaba aquel muchacho al que no dejaban comprar alcohol por la estúpida razón de no tener dinero? La pregunta quedó flotando en el aire en espera de una respuesta que jamás llegaria, pues, con un bocinazo, me percaté de que un utilitario cochambroso, habia invadido la acera y se dirigia hacia mi, dispuesto a no dejar de una pieza ni a mi "yo" joven, ni a mi recien estrenado "yo" maduro.
Pese a los malhadados pensamientos de las viciosas inadaptadas sociales de antes, conservaba mis reflejos juveniles. De un salto pude esquivar casi en el último suspiro la embestida del borracho conductor, que fue a colisionar con una farola, a 200 metros más allá de donde me encontraba.
A veces pienso que mi vida no es más que un gran intento de atropello, que terminara cuando... bueno, cuando me atropellen. Jo, cómo me duele la cadera...