El John Lennon del Este. Asi apodaron hace unos meses unos españoles a mi nuevo compañero de piso con el que convivo desde hace unas semanas, por su gran parecido físico con el difunto artista.
La vida en mi anterior hogar era agradable. Vivia con un amigo de caracter y aficiones similares a las mias. La casa estaba bien situada, cerca del trabajo y amigos, y era ideal para hacer fiestas. Solo habia un problema aparte del ratón que insistía en comerse mi pan: los caseros.
Ya habia llegado a mis oidos alguna historia para no dormir protagonizada por un compañero de trabajo y un cuchillo, blandido por su drogada y arisca “landlady”, que por fortuna había tenido un final feliz con huida en mitad de la noche y coche patrulla incluidos. De los mios no esperaba un comportamiento similar, pese a que compartian amistad y afición por las sustancias prohibidas con la casera de la mencionada historia, amén de haber vivido diversos momentos tensos de los que por fortuna nunca fui objetivo. Pero aún así me obligaron a cambiar de domicilio. No llegaron a sacarme un cuchillo, hicieron una cosa peor: comportarse como mis padres.
La cuestión es que pasaban más tiempo dentro de mi casa que de la suya y no contentos con eso, a cuatro días de pagar el alquiler, a uno de ellos se le ocurrió la brillante idea de entrar en nuestras habitaciones sin permiso, cosa que por lo visto es normal aquí (de las costumbres de los quebecois se podrían escribir varios libros, pero no entra dentro de mis intenciones hacerlo) aparte de otros detalles truculentos que no vienen al caso.
Tamaña ofensa no podia quedar sin respuesta. Me debati entre un visceral puñetazo en su cara de quebecois o un racional traslado a otro lugar. Como no queria iniciar una pelea con alguien que sabe donde vivo y posee la llave de la puerta principal, decidimos mudarnos y fomentar la procreación de nuestra ratonil mascota, colocando estratégicamente pedazos de queso por toda la casa.
Y llegamos al inicio de este post. Lo único que encontramos en tan poco espacio de tiempo, pues acordamos no dar un sólo centavo más a semejantes rufines, fue una casa amplia pero con necesidad de reformas y un habitante polaco que me trae recuerdos olvidados desde que tomé el avión a Canadá.
En las prolongadas semanas que llevo viviendo aquí, solo le he visto tras volver del trabajo, mientras cocina y come bajo la debil luz que proyecta la lampara del comedor y que imprime un toque de estoicismo eslavo a un lugar tan alegre como este rincón de Quebec. Va a su ritmo, no habla con nadie, no necesita a nadie… se limita a hacer su trabajo y dedica el tiempo libre a la meditación interior o a fumar porros, lo que pensaba que haría yo, en cuanto me dijeron que me habían dado el trabajo aquí (menos lo de los porros)
Sin embargo, el tiempo de espera en el aeropuerto de Barcelona me hizo cambiar de opinión. En lugar de dejarme hundir en el fondo lúgubre y silencioso de mi existencia, decidí comenzar a dar brazadas y relacionarme más con la gente, visitar sitios, organizar y asistir a fiestas, empatizar... ser en definitiva, una persona normal.
Desconozco la historia que se oculta tras el misterioso polaco pues pese a que hemos intentado todo para integrarle en nuestro grupo, permanece en su burbuja de silencio, bien por incapacidad o bien por otros motivos. A veces al pasar frente a su habitación, le veo, solo, y me da pena. Lo más triste es que no se si por él o porque en el fondo, por mucho que me rodee de gente vociferante con la que comparto mi tiempo, por mucho que cierre las fiestas o por muchas ciudades que queden grabadas en mi memoria y mi cámara de fotos, yo también continuo, solo, en mi propia habitación... y no sé si podré salir de ella.
La vida en mi anterior hogar era agradable. Vivia con un amigo de caracter y aficiones similares a las mias. La casa estaba bien situada, cerca del trabajo y amigos, y era ideal para hacer fiestas. Solo habia un problema aparte del ratón que insistía en comerse mi pan: los caseros.
Ya habia llegado a mis oidos alguna historia para no dormir protagonizada por un compañero de trabajo y un cuchillo, blandido por su drogada y arisca “landlady”, que por fortuna había tenido un final feliz con huida en mitad de la noche y coche patrulla incluidos. De los mios no esperaba un comportamiento similar, pese a que compartian amistad y afición por las sustancias prohibidas con la casera de la mencionada historia, amén de haber vivido diversos momentos tensos de los que por fortuna nunca fui objetivo. Pero aún así me obligaron a cambiar de domicilio. No llegaron a sacarme un cuchillo, hicieron una cosa peor: comportarse como mis padres.
La cuestión es que pasaban más tiempo dentro de mi casa que de la suya y no contentos con eso, a cuatro días de pagar el alquiler, a uno de ellos se le ocurrió la brillante idea de entrar en nuestras habitaciones sin permiso, cosa que por lo visto es normal aquí (de las costumbres de los quebecois se podrían escribir varios libros, pero no entra dentro de mis intenciones hacerlo) aparte de otros detalles truculentos que no vienen al caso.
Tamaña ofensa no podia quedar sin respuesta. Me debati entre un visceral puñetazo en su cara de quebecois o un racional traslado a otro lugar. Como no queria iniciar una pelea con alguien que sabe donde vivo y posee la llave de la puerta principal, decidimos mudarnos y fomentar la procreación de nuestra ratonil mascota, colocando estratégicamente pedazos de queso por toda la casa.
Y llegamos al inicio de este post. Lo único que encontramos en tan poco espacio de tiempo, pues acordamos no dar un sólo centavo más a semejantes rufines, fue una casa amplia pero con necesidad de reformas y un habitante polaco que me trae recuerdos olvidados desde que tomé el avión a Canadá.
En las prolongadas semanas que llevo viviendo aquí, solo le he visto tras volver del trabajo, mientras cocina y come bajo la debil luz que proyecta la lampara del comedor y que imprime un toque de estoicismo eslavo a un lugar tan alegre como este rincón de Quebec. Va a su ritmo, no habla con nadie, no necesita a nadie… se limita a hacer su trabajo y dedica el tiempo libre a la meditación interior o a fumar porros, lo que pensaba que haría yo, en cuanto me dijeron que me habían dado el trabajo aquí (menos lo de los porros)
Sin embargo, el tiempo de espera en el aeropuerto de Barcelona me hizo cambiar de opinión. En lugar de dejarme hundir en el fondo lúgubre y silencioso de mi existencia, decidí comenzar a dar brazadas y relacionarme más con la gente, visitar sitios, organizar y asistir a fiestas, empatizar... ser en definitiva, una persona normal.
Desconozco la historia que se oculta tras el misterioso polaco pues pese a que hemos intentado todo para integrarle en nuestro grupo, permanece en su burbuja de silencio, bien por incapacidad o bien por otros motivos. A veces al pasar frente a su habitación, le veo, solo, y me da pena. Lo más triste es que no se si por él o porque en el fondo, por mucho que me rodee de gente vociferante con la que comparto mi tiempo, por mucho que cierre las fiestas o por muchas ciudades que queden grabadas en mi memoria y mi cámara de fotos, yo también continuo, solo, en mi propia habitación... y no sé si podré salir de ella.
Si será completa la casa que hasta futbolín tiene.