Meseta del Kilinguiri, 1.760.000 años a.c. un grupo de simios peludos juega a la sombra de una arboleda. Uno de ellos, atraído por un zumbido intermitente, se aleja de la manada en dirección a una nube de moscas que revolotea a lo lejos.
Con sus cuatro patas consigue superar en un instante los metros que le separan de los insectos. Estos revolotean sobre los restos de un ñu que yacen sobre un lecho de hojas de palmera y cuya carne sirvió de alimento a un depredador más grande y peligroso que él. Esto le pone nervioso pero tiene hambre y de los huesos del pobre animal aún se pueden aprovechar el tuétano y los jirones de carne que penden de él.
Coge lo que no hace mucho fue un muslo y lo roe con fruición mientras, vigilante, mira a un lado y a otro en busca de un peligro que puede oler entre la fetidez de la carne descompuesta y el aroma de la maleza seca que cubre la tierra hasta donde alcanza la vista.
Cuando ha dado buena cuenta de él lo lanza lejos y se dispone a rapiñar el cráneo de la bestia, algo llama su atención: una enorme hoja de palmera que se despliega ante él provocadora.
Algo se abre paso en su conciencia, apartando el hambre y la precaución que la dominan. Es algo a lo que no puede dar forma, no puede definir, es un movimiento que le empuja a coger la hoja de palmera contemplarla a contraluz y nunca sabrá por qué, enrollársela alrededor de la cintura. En ese momento la luz de la razón cubre su ser y como si lo hubiera hecho toda su vida, se yergue sobre dos patas cuan largo es, por encima de sus semejantes, contemplando el mundo de una forma que nunca imaginó.
De pronto ve a lo lejos la figura amenazante de un tigre dientes de sable que vuelve a reclamar los restos de su presa. Este mono, ataviado con la hoja de palmera a modo de falda, corre a trompicones a avisar a sus congéneres, que continúan jugando despreocupados. Pero estos, al verlo caminar de forma estrafalaria, lo toman por un monstruo y huyen a esconderse tras un promontorio cercano, en el que el tigre dará buena cuenta de ellos.
Aprovechando la distracción, nuestro mono vestido huye. Corre durante horas hasta que encuentra otra manada que le acepta como es. Pronto estará montando a todas las hembras, a cuyos hijos transmitirá el secreto de la falda...
Es este punto el que marca el inicio de la evolución natural y cultural de ese insignificante simio hasta llegar al homo sapiens moderno, según la teoría de la falda ancestral, que dice que el progreso de la raza humana fue impulsado por la adopción de esta prenda de vestir, ahora tan común, pero que cuando apareció en los albores de la humanidad supuso tal revolución que alteró el orden natural colocando a los homínidos en la cima de la pirámide evolutiva.
Continúa la teoría diciendo que los descendientes de este simio resultaron más atractivos para las féminas de los distintos grupos poblacionales de la sabana, que se preguntaban qué debían tener aquellos machos para que tuvieran que cubrirlo con una rudimentaria piel de conejo, jabalí o cualquier otro animal que pudieran cazar.
Se inició entonces una feroz competición por conseguir la falda más atractivas para las hembras propiciando el descubrimiento del fuego, con el que iluminar mejor las prendas por la noche, las herramientas de hueso, más precisas con las que poder coser mejor las pieles delicadas y muchos siglos después, la rueda para crear un rudimentario carro con el que trasladarse más rápido de un pueblo a otro para que las mujeres les admiraran.
Esta constante modificación de los usos y costumbres de los primates, ya humanos, hizo surgir distintas prendas derivadas de la falda, como el taparrabos, adoptado por las sociedades más libertinas y que preferían enseñar más carne para hacer del cortejo algo más sencillo y rápido. Las tribus más conservadoras decidieron salir de África allá por el año 160.000 a.c. dejando el continente negro a los más disolutos de entre ellos.
Aquellos nómadas se asentaron en las orillas del Nilo, donde el calor calentaba su piel, aunque algunos continuaron hacia el frío norte donde debieron renunciar a la falda y por ello desaparecieron del curso de la historia durante milenios.
En lo que es actualmente Egipto, los hombres se acomodaron y crearon una primitiva sociedad sedentaria. Un día, uno de los cazadores del principal asentamiento en aquellas tierras, mientras volvía a casa con los restos de un mamut, encontró enterrado en la arena del desierto junto a unas plantas extrañas, un pedazo de un misterioso tejido. Lo sopesó en sus manos, era ligero y fresco, algo áspero, pero del tipo agradable, como cuando te atan las manos a la espalda con una cuerda y te chupan la oreja. Se desprendió de la rudimentaria piel de ardilla que recubría sus caderas y se rodeó con aquella tela, a la que llamó Lino como el río, pues era disléxico. Una luz inundó su ser, tiró a un lado la pata de mamut y corrió a su pueblo a enseñarles aquel descubrimiento además de la planta misteriosa junto al que lo había encontrado.
Convenció a sus vecinos de que debían plantarla para tener más y poder hacer más tejido como aquel, que era sobado sin parar por las chicas casaderas del poblado, ante la congraciada mirada del cazador que moriría dos semanas después por rotura de cadera.
Y así fue como el hombre pasó de cazador-recolector a agricultor y con ello dejó atrás la anarquía y la barbarie y abrazó la civilización.
A lo largo de los siglos posteriores la civilización egipcia abrazó uno de los tres vértices del triángulo de la civilización: la técnica, construyendo enormes edificios dedicados a la falda, como las pirámides de Keops y Micerinos
Yo ahí veo claramente una mujer de buenas curvas con una minifalda
En otros lugares del mundo los distintos grupos humanos siguieron creciendo y desarrollando su cultura propia, pero nunca tan avanzada como la de aquel país ribereño de benévolo clima y vestuario atrevido y unisex. Mas el pueblo de los griegos, consciente de su retraso, envió una embajada a Egipto para estudiar su sociedad y al volver trajeron el regalo más preciado: un cargamento de faldas que no tardaron en ser copiadas a lo largo y ancho de la Hélade. No hubo ciudad-estado sin su industria textil dedicada 24/7 a tejer faldas para consumo propio. El imperio persa, al que le era vedada su compra, intentó en varias ocasiones invadir el país para apropiarse de ellas, pero en todas las ocasiones fue finalmente rechazado de vuelta a sus fronteras, aunque con el botín de algunas de las ciudades que cayeron bajo su yugo taparrábico.
Conocidas son las aportaciones griegas al desarrollo humano: ideas como democracia, libertad, el yogur, Nana Mouskouri... pero lo que sobre todo desarrollaron fue esa segunda pata del banco de la civilización: la demagogia, que inventaron para poder decir "se te ve el ciruelo" de una forma elegante y no ofensiva. A este respecto debemos destacar la obra del dramaturgo Euripides "Los frutos orondos de Zeus" de 12.300 versos que compuso tras una tarde en la que fue a visitarle en su casa junto a la Acrópolis el célebre estratego Eutiron y este no cruzó las piernas al sentarse en toda la velada.
Mas quedaba por desarrollar una tercera rama de las que definen el proceso civilizatorio: el vicio y en esto destacaron los romanos, descendientes culturales de helenos y egipcios, a los que asimilaron en todos los sentidos y que dedicaron todos sus esfuerzos a dar rienda suelta a los placeres más aberrantes, como comer higos fuera de temporada. Por desgracia, con el vicio llegó la decadencia enfundada en los prietos pantalones marcapaquete de las tribus bárbaras, que comenzaron a atosigar al imperio hasta su misma caída, ayudada por la actitud de los cristianos, que en oposición al libertinaje romano y sus faldas por encima de la rodilla, alargaron las suyas hasta llegar al suelo en señal de protesta.
Y con esas faldas superdesarrolladas que llamaron sotanas, comenzó una edad de las tinieblas que duró hasta que en los años 60 del siglo XX, Coco Chanel, estudiante de arqueología egipcia descubrió en un papiro de la Dinastía IV un grabado en el que se veía a un grupo de prohombres egipcios cercanos al faraón, repartirse una parte de los impuestos e ingresar el resto en las arcas del estado, ataviados con ricas minifaldas con incrustaciones de diamantes y rubíes. Creyó que sería una buena idea recuperar esta prenda y en su pequeña tienda junto a la Torre Eiffel comenzó a venderla una vez más, después de siglos de olvido. Y con ello el progreso, de mano de Francia cubrió las caderas de la humanidad (esto es mentira pero el ministerio de turismo francés me ha pagado para que lo escriba. También tengo que comer)
Es cierto que en otras partes del mundo donde la falda fue una prenda prominente en el vestuario de sus habitantes, no se produjo progreso de ningún tipo. Tras largos años de investigación, se descubrió algo de lo que carecían estas sociedades pero que sí se encontraba en Egipto, Grecia y Roma: un sol dominador, cálido y alegre que facilita la circulación de la sangre desde las partes bajas del cuerpo hasta el cerebro.
Según la teoría de la falda ancestral, en un futuro, no muy lejano, un nuevo descubrimiento en el campo de la vestimenta verá la luz en algún lugar del Caribe o la ribera mediterránea y el ser humano podrá expandirse al fin fuera de los confines de este planeta, hacia esa falda de estrellas que es la Vía Láctea. ¿Qué nos espera allí? ¿Otro tipo de falda? ¿Un nuevo salto evolutivo? ¿Una coquilla?
Claro que siempre hay escépticos