Nunca me he considerado muy europeista. Yo era uno de esos que veia el Euro como una cesión de soberanía que en tiempos de crisis nos costaría caro, que piensa que la bandera azul con el círculo de estrellas solo representa a los burócratas de Bruselas y que las galas de Eurovisión deberían ser usadas en las torturas a los presos de Guantánamo. Hoy, tras ocho meses viviendo en un país extracomunitario y haber visitado la cuna de la democracia, sigo pensando igual pero con matices.
Existe el tópico del enemigo común para unir a un pueblo dividido. Crear uno en caso de que no exista, es una de las tácticas favoritas de los dictadores de turno y de Tony Stark cuando Hulk viene a destruir la tierra por culpa de sus pecados, y en este pequeño pueblo canadiense, nosotros los europeos de la empresa lo hacemos de forma inconsciente con nuestros compañeros de trabajo quebecois debido a su forma de ser. Y es ese rechazo común a los naturales del país lo que nos hace sentirnos un grupo cohesionado algo que trasciende nuestras respectivas nacionalidades.
Debe ser aquello del choque cultural. Se percibe con claridad en la sala de juegos, donde los autóctonos se agrupan alrededor de la última versión del NHL para PS3 mientras al otro lado, italianos, españoles y franceses vociferamos junto a un futbolín intentando desconcentrar a los germanos. Ya conoceis el dicho: el futbolin es un deporte al que juegan dos, cuatro como mucho, y siempre ganan los alemanes.
Así pensaba yo al principio, las primeras semanas, los primeros cuatro meses. ¿Acaso será posible que me sienta tan cercano a ese chaval de Milán como a mi vecino del quinto? me preguntaba mientras mis dientes intentaban taladrar un sandwich de lo que en otro tiempo fue jamón y soñaba con una nación europea capaz de afrontar los problemas del futuro como un todo; de unos ciudadanos hermanados por sus similitudes y su herencia histórica.
Han pasado otros cuatro meses y la situación ha cambiado. El enemigo común sigue ahí, con su arrogancia, su distorsionado concepto de la higiene corporal, su idioma desaforado y descuidado, pero nos da igual. Los alemanes solo se juntan con los alemanes, los franceses con sus compatriotas al igual que los italianos, y los españoles odiamos a todos, incluso a nosotros mismos; porque al final las personas tienden a rodearse de aquellos que entienden su lengua madre, con la que crecieron y vivieron, gente con su misma cultura, pues aunque todos bebemos de la fuente grecorromana, vemos la vida de diferente forma, y sobre todo, porque nos gusta pelearnos más entre europeos que contra unos débiles americanos que no han descubierto el champú.
Existe el tópico del enemigo común para unir a un pueblo dividido. Crear uno en caso de que no exista, es una de las tácticas favoritas de los dictadores de turno y de Tony Stark cuando Hulk viene a destruir la tierra por culpa de sus pecados, y en este pequeño pueblo canadiense, nosotros los europeos de la empresa lo hacemos de forma inconsciente con nuestros compañeros de trabajo quebecois debido a su forma de ser. Y es ese rechazo común a los naturales del país lo que nos hace sentirnos un grupo cohesionado algo que trasciende nuestras respectivas nacionalidades.
Debe ser aquello del choque cultural. Se percibe con claridad en la sala de juegos, donde los autóctonos se agrupan alrededor de la última versión del NHL para PS3 mientras al otro lado, italianos, españoles y franceses vociferamos junto a un futbolín intentando desconcentrar a los germanos. Ya conoceis el dicho: el futbolin es un deporte al que juegan dos, cuatro como mucho, y siempre ganan los alemanes.
Así pensaba yo al principio, las primeras semanas, los primeros cuatro meses. ¿Acaso será posible que me sienta tan cercano a ese chaval de Milán como a mi vecino del quinto? me preguntaba mientras mis dientes intentaban taladrar un sandwich de lo que en otro tiempo fue jamón y soñaba con una nación europea capaz de afrontar los problemas del futuro como un todo; de unos ciudadanos hermanados por sus similitudes y su herencia histórica.
Han pasado otros cuatro meses y la situación ha cambiado. El enemigo común sigue ahí, con su arrogancia, su distorsionado concepto de la higiene corporal, su idioma desaforado y descuidado, pero nos da igual. Los alemanes solo se juntan con los alemanes, los franceses con sus compatriotas al igual que los italianos, y los españoles odiamos a todos, incluso a nosotros mismos; porque al final las personas tienden a rodearse de aquellos que entienden su lengua madre, con la que crecieron y vivieron, gente con su misma cultura, pues aunque todos bebemos de la fuente grecorromana, vemos la vida de diferente forma, y sobre todo, porque nos gusta pelearnos más entre europeos que contra unos débiles americanos que no han descubierto el champú.