Pocos deportes con tanta belleza plástica como la pelota vasca pueden encontrarse en el mundo. La mecánica de juego es sencilla, dos hombres (o cuatro si se juega en parejas) con la sola ayuda de sus manos y sus reflejos de águila, deben evitar que una pequeña pelota caiga al suelo, haciéndola rebotar contra dos paredes colocadas en forma de L que conforman el llamado "frontón". Inexplicablemente este noble deporte no se ha popularizado fuera de las fronteras del País Vasco, aunque en mis innumerables viajes por el norte de España he podido encontrar frontones en sitios tan dispares como una iglesia de Santander o Cuenca, que no está muy al norte pero si muy arriba. También es practicado en Francia, pero ocurre lo mismo que con los toros en Portugal, es algo descafeinado. Existen variantes como la cesta, en la cual los jugadores se arman de una cesta en forma de cuchara para capturar la bola y darle velocidad a la hora de lanzarla. Esta modalidad tiene mucha aceptación en el sureste de Estados Unidos, como todo el que haya visto la intro de Corrupción en Miami alguna vez sabrá.
Mi primer contacto con esta práctica deportiva fue con el juego para MSX de Opera Soft: Jai Alai, que en su momento pensé que significaría algo como "Si voy con lo que te doy", luego con las retransmisiones de los encuentros que solía hacer Telecinco cuando Arguiñano trabajaba para ellos. ¿Casualidad?, no lo creo. En estas emisiones se solía ver un frontón repleto de vascos de los de toda la vida, con la txapela encasquetada, el cigarrillo al borde de los labios y la botella de txakoli en el bolsillo… en una estampa tan folclórica que entre los asistentes se espera ver de un momento a otro a Ian wright, el viajero incansable y patoso de "Lonely Planet". Me quedaba embobado viendo los duelos entre pelotaris como Retegui III o Atano II, miembros de familias tradicionales de jugadores, que con esos nombres parecían más bien herederos de la dinastía de los reyes de Númenor.
Incluso llegué a tener mi época de pelotari. ¿Puede haber algo mas exótico que un pelotari malagueño?, quizá uno nigeriano. Nos introdujo en el juego un chaval vitoriano al que las circunstancias de la vida habían llevado a mi ciudad. El padre quería montar un bar y nada mejor para ello que mi barrio, con la mayor concentración de bares por habitante de toda la Unión Europea. Había una placa en la plaza mayor acreditándolo, no se si con orgullo o con cierta vergüenza. Un finlandés la arrancó tras una noche de juerga y nunca más se supo de ella.
Jugábamos en los recreos con una pelota de papel albal echa con los envoltorios de los bocadillos de atún o mortadela, que, como pudimos comprobar pronto, botar lo que se dice botar, no lo hacía. Pero le echábamos ganas, que es lo importante. También nos fallaba el escenario pues nos teníamos que conformar con la blanca y solitaria pared de las oficinas del jefe de estudios, la única que mostraba una superficie plana sin ventanas ni obstáculos similares.
Al botar tan poco la pelota, teníamos que acercarnos mucho a la pared y los unos a los otros, por lo que no había día en que alguien no estampara su nariz contra el muro o recibiera en la cara un puñetazo mal dirigido que dañaba el orgullo más que otra cosa. La pelota vasca cogió entonces fama de ser un deporte para hombres duros. "Ahí va la hostia, pues como siempre ha sido pués", exclamó el vitoriano. El "ahí va la hostia" no lo dijo, pero lo incluyo para dar verosimilitud al relato.
Como pasó con los neumáticos de juego, el hoola hop y los cromos de Naranjito, los chavales se cansaron. Una mañana alguien se dio cuenta de que el aluminio no rebotaba bien pero en cambio si que podía recorrer aceptables distancias en el aire y comprobó que podía aprovechar aquello para introducir un nuevo deporte que había visto por la tele en una película: el baseball. Con el brazo como improvisado bate comenzó la primera y última liga escolar de Baseball de Los Boliches, quedando abandonado aquel muro y con él, una parte de la cultura española.
Mi primer contacto con esta práctica deportiva fue con el juego para MSX de Opera Soft: Jai Alai, que en su momento pensé que significaría algo como "Si voy con lo que te doy", luego con las retransmisiones de los encuentros que solía hacer Telecinco cuando Arguiñano trabajaba para ellos. ¿Casualidad?, no lo creo. En estas emisiones se solía ver un frontón repleto de vascos de los de toda la vida, con la txapela encasquetada, el cigarrillo al borde de los labios y la botella de txakoli en el bolsillo… en una estampa tan folclórica que entre los asistentes se espera ver de un momento a otro a Ian wright, el viajero incansable y patoso de "Lonely Planet". Me quedaba embobado viendo los duelos entre pelotaris como Retegui III o Atano II, miembros de familias tradicionales de jugadores, que con esos nombres parecían más bien herederos de la dinastía de los reyes de Númenor.
Incluso llegué a tener mi época de pelotari. ¿Puede haber algo mas exótico que un pelotari malagueño?, quizá uno nigeriano. Nos introdujo en el juego un chaval vitoriano al que las circunstancias de la vida habían llevado a mi ciudad. El padre quería montar un bar y nada mejor para ello que mi barrio, con la mayor concentración de bares por habitante de toda la Unión Europea. Había una placa en la plaza mayor acreditándolo, no se si con orgullo o con cierta vergüenza. Un finlandés la arrancó tras una noche de juerga y nunca más se supo de ella.
Jugábamos en los recreos con una pelota de papel albal echa con los envoltorios de los bocadillos de atún o mortadela, que, como pudimos comprobar pronto, botar lo que se dice botar, no lo hacía. Pero le echábamos ganas, que es lo importante. También nos fallaba el escenario pues nos teníamos que conformar con la blanca y solitaria pared de las oficinas del jefe de estudios, la única que mostraba una superficie plana sin ventanas ni obstáculos similares.
Al botar tan poco la pelota, teníamos que acercarnos mucho a la pared y los unos a los otros, por lo que no había día en que alguien no estampara su nariz contra el muro o recibiera en la cara un puñetazo mal dirigido que dañaba el orgullo más que otra cosa. La pelota vasca cogió entonces fama de ser un deporte para hombres duros. "Ahí va la hostia, pues como siempre ha sido pués", exclamó el vitoriano. El "ahí va la hostia" no lo dijo, pero lo incluyo para dar verosimilitud al relato.
Como pasó con los neumáticos de juego, el hoola hop y los cromos de Naranjito, los chavales se cansaron. Una mañana alguien se dio cuenta de que el aluminio no rebotaba bien pero en cambio si que podía recorrer aceptables distancias en el aire y comprobó que podía aprovechar aquello para introducir un nuevo deporte que había visto por la tele en una película: el baseball. Con el brazo como improvisado bate comenzó la primera y última liga escolar de Baseball de Los Boliches, quedando abandonado aquel muro y con él, una parte de la cultura española.