Ha llegado el momento de hablar de un tema peliagudo, un pequeño punto negro en mi estancia en el extranjero: esos pequeños cabrones, peludos y escurridizos de afilados dientes y alta tasa de natalidad llamados: ratones.
El ratón quebecois: roedoris hijoputiensis, presenta más similitudes con un hamster que con su hermano europeo. Es algo más pequeño, peludo, la cola es ligeramente más corta y presenta un apetito insaciable por las delicatessen. Además es astuto como un zorro canadiense, uno de los animales más listos del planeta, a medio camino entre el hombre y la mujer.
Todo comenzó a finales de agosto, una tarde en la que me desperté de una siesta especialmente placentera. Cuando abrí la puerta de mi habitación vi con el rabillo del ojo cómo una sombra se deslizaba hacia el pasillo. Lo tomé como un efecto secundario de las cinco horas de sueño en conjunción con la poca visibilidad de la que disponía, pues estaba anocheciendo. Cual fue mi sorpresa cuando al ir a subir las escaleras de vuelta a mi habitación y el sueño reparador, me encontré cara a cara con el que sería mi archienemigo local durante los siguientes meses: un pequeño ejemplar de ratón de campo que me desafiaba con sus ojos glaucos y su masticar nervioso (se había hecho con una pipa, de las de girasol, por aquel entonces todavía no iban armados ni controlaban la jerga)
Llamé de inmediato a Mario (uno de mis compañeros de piso italianos) y como somos gente pacífica, nos hicimos con sendos palos de hockey que yacían en el sótano esperando la oportunidad de patear algún culo, con los cuales pretendíamos expulsar de nuestro hogar al inesperado visitante.
El plan "Ejection" consistía en abrir la puerta que daba al jardín y hacer huir a través de la misma al roedor; pero como cualquier plan, este se viene abajo en el primer segundo de la batalla. Mientras yo bloqueaba con mi presencia la entrada a la cocina, Mario intentó hacerle bajar las escaleras, lo consiguió sin mucho esfuerzo imitando el maullido de un gato. El ratón sorteó los escalones a toda velocidad, pero no habíamos tenido en cuenta el acceso al salón, con múltiples recovecos en los cuales esconderse. Mario estuvo rápido, de un salto bajó las escaleras y con un golpe de stick seco y centrado lanzó el mullido cuerpo del animal a través de la puerta. Ese ratón consiguió el récord de vuelo sin motor para su especie: 24 metros, cayendo en el tupido césped de donde no le vimos salir. Cerramos la puerta con presteza y pensamos que la pesadilla había terminado. Pero no era así. La guerra apenas había comenzado.
Pasaron las semanas. Mario se mudó y los palos de hockey los vendimos en una venta de garaje por cinco dólares, puede parecer poco dinero pero como no eran nuestros... Yo ya me había olvidado del "Incidente de medianoche" y había rehecho mi vida. Todo cambió una fría mañana de octubre. Como cada día me dirigí hacia uno de los armarios de la cocina donde guardábamos la comida. Pensaba hacerme un par de tostadas con crema de cacahuete y compota de naranja, algo sano para comenzar la jornada con energía. Cuando cogí la bolsa de pan de molde, noté que caían unas migas al suelo. Extrañado, examiné el envoltorio y cual fue mi sorpresa cuando en uno de los costados encontré un notable agujero y un par de rebanadas mordisqueadas. Asqueado tiré de inmediato la bolsa a la basura y convoqué al estado mayor de la defensa.
Las horas siguientes fueron de frenética actividad. Decidimos ir a comprar unas trampas al Dollarama. No eran el súmun de la calidad pero para un simple ratón serían más que suficiente. Qué equivocados estábamos...
Decidimos colocar solo una. ¿Para qué íbamos a perder el tiempo intentando armar más? Lo siguiente era elegir el cebo. De toda la vida los ratones han sido aficionados al queso, a cualquiera, pues el nuestro no. Le pusimos un pedazo de queso local y al día siguiente permanecía allí intacto. Dos, tres, cuatro días continuó la trampa armada con el mortal y "suculento" reclamo y ni rastro del maldito roedor, el cual permanecía invisible a nuestros ojos gracias a sus tácticas de camuflaje. Decidimos cambiar de estrategia: usaríamos queso de Burgos que me había enviado recientemente.
Y vaya si funcionó. La mañana del quinto día supo a victoria. El cuerpo inerte de un ratón de considerable tamaño yacía bajo el mortal pedazo de madera. Apenas una gota de sangre señalaba la tragedia. Esa noche corrieron el alcohol, las drogas y las mujeres.... en realidad no hubo ni drogas, ni mucho menos mujeres, pero nos bebimos un par de cervezas jugando al scattergories, así que nos lo pasamos bien.
Sin embargo, como en las peores películas, aún nos aguardaba una sorpresa. Al mediodía siguiente, la casera vino a visitarnos para tratar asuntos económicos. Estábamos en la cocina charlando, cuando tras de ella vi salir de un rincón a un pequeño ratoncito tan mono que daban ganas de cogerlo y achucharlo como si fuera un pokemon.
Con un sutil codazo, advertí a mi compañero de piso mientras la casera seguía parloteando inadvertida de lo que sucedía a sus espaldas. No permaneció mucho en la inopia pues cuando vio que no le hacíamos el más mínimo caso se giró, observó al ratoncillo dirigirse hacia ella con osadia y con un agudo chillido salió corriendo. No la volvimos a ver en tres semanas.
Tras unas horas observando su desparpajo, colegimos que era la cría del combatiente enemigo abatido el día anterior. Siguiendo las normas de la Convención de Ginebra decidimos amnistiarlo. Su vida sería respetada aunque no podía permanecer allí por una cuestión de salud pública. Desempolvamos el plan "Ejection" aunque nos faltaban los palos de hockey. Tuvimos que improvisar y usamos unas revistas a modo de armas.
Depositamos unas migas de queso en el salón, anexo a la puerta de entrada a la casa, abierta de par en par con el fin de atraerlo, pero no funcionó. Mi compañero de piso se colocó entonces en la cocina empujándolo hacia mi posición, donde le esperaba con el Interviú italiano (un recuerdo) Con los primeros gritos el ratoncillo surgió de su madriguera a más velocidad de la esperada. Me pilló desprevenido y aunque acerté a darle con el magazine, la dirección fue errónea y el vuelo del ratón, de solo 16 metros. Una gran oportunidad para superar el récord, perdida.
El ratón quedó inmovil en el suelo. Nos quedamos mirándolo sin saber cómo reaccionar. ¿Estaría muerto? Nos acercamos con sigilo como si el ruido de nuestras pisadas pudiera devolver la atormentada alma del animal a su cuerpo. Ya nos disponíamos a recogerlo cuando de pronto dio un salto, se reincorporó y salió disparado a la seguridad de su hogar.
Aquella afrenta tenía que ser vengada. El ratón fue ejecutado a las 5:43 de la mañana con una trampa de caoba y el mejor queso que pude encontrar.
Esa noche no hubo celebración. Le dimos al ratoncillo un funeral a lo vikingo, quemando su cuerpo para que no fuera alimento de los gatos del vecindario, y lo enterramos con honores militares.
Las semanas siguientes fueron tranquilas. Había aprendido a no dejar comida en el mueble de la cocina aunque los meses de inactividad enemiga hicieron que me confiara y pronto volví al viejo hábito. Fui al supermercado y compré dos bolsas de pan que coloqué despreocupado en la misma balda mientras me relamía pensando en los sandwiches de Gnutella y mantequilla de cacahuete que me iba a meter entre pecho y espalda. Negro fue el amanecer siguiente. Ambas bolsas habían sido mordisqueadas con saña.
Los días siguientes la batalla fue cruenta. El suelo de la vivienda era un mar de trampas para ratones. Hubo un par de víctimas de fuego amigo. Mi compañero de piso pisó dos de ellas colocadas estratégicamente en el camino que, había observado, seguía el ratón o ratones, pues en el plazo de una semana dos de ellos cayeron en acción. Por fortuna para él, su vida no corrió peligro, pero a partir de entonces se negó a fregar los platos si no le avisaba antes de si había colocado alguna trampa. Intenté hacerle comprender que el factor sorpresa era vital pero fue inútil. Tuve que fregar los platos yo.
Llegó entonces el momento en que partiría a Nueva York. Necesitaba que alguien vigilara la casa así que pedí ayuda a los gatos del vecindario que ya por aquel entonces rondaban la casa con frecuencia. A partir de ese día se dedicarían a defender el perímetro del edificio. Ningún ratón podría entrar o salir de allí. Y ninguno lo hizo, salvo por Ratán, el ratón más hijo de perra de la historia del mundo animal.
Si los demás ratones se escondían de nosotros y apenas podíamos conocer de su existencia por los destrozos que hacían en la comida y por sus fugaces carreras, este se pavoneaba delante nuestra haciendo ostentación de su poder. Probamos con todo tipo de quesos. El esfuerzo era estéril. Ratán devoraba el queso y dejaba las trampas sin accionar. Pasaba las tardes comprobando los mecanismos una y otra vez, incluso el vuelo de una mosca las hacía saltar. ¿Como se las apañaba para librarse de la muerte? Llegamos a pensar que Ratán tenía manos o sabía usar herramientas pero lo descartamos porque entonces se hubiera dedicado a saquearnos la nevera y no era el caso.
A mediados de Enero se produjo una escalada bélica sin precedentes. Muchos dirán que provoqué el ataque dejando una tableta de turrón de chocolate en el mueble, pero no es así, simplemente quería hacer uso de lo que me pertenecía por derecho. El caso es que Ratán mordió dos bolsas de plástico y la envoltura de papel antes de darse un festín con 12 onzas de turrón de Suchard. Aquello había ido demasiado lejos.
Alguien nos comentó que la mantequilla de cacahuete les volvía locos así que untamos las últimas remesas de trampas que nos quedaban y cruzamos los dedos. Cuando al día siguiente todas aparecieron lamidas y limpias como una patena. La furia se apoderó de mi. Yo era partidario de continuar la lucha, quemando el mueble de la cocina si hacía falta, pero mi compañero inició las conversaciones de paz por su cuenta.
Al final, con cuatro victimas enemigas, un desaparecido en combate, dos dedos doloridos y tres bolsas de pan mordisqueadas, firmamos un armisticio por el cual le cedía a Ratán el mueble de la cocina aunque me reservaba el derecho de no alimentarle con mis víveres. Se tendría que buscar la vida. Así pues, por las mañanas mientras desayunaba salia a saludarme, se paseaba ante mi orgulloso de su victoria, pero yo no me quedaba de brazos cruzados y me relamía ante él mientras le hincaba el diente a un bocata de mantequilla de cacahuete y mantequilla de azucar. Esa guerra silenciosa duró apenas unos días pues al poco nos mudamos a otro piso libre de animales.
Aunque la victoria militar me fue negada, logré sacar una valiosa lección de aquel conflicto: jamás mantendría la guardia baja, porque la guerra... la guerra nunca termina.
* Ilustrando el post se pueden ver diversas recreaciones de las trampas usadas en la contienda.