La señora del tupper

Las circunstancias de la vida y el miedo a volar me han hecho asiduo de las estaciones de tren, en concreto las de Atocha y Chamartín, sitas en la capital del Reino, de visita obligatoria si quieres ir a cualquier otro lugar de España gracias al centrismo ferroviario que aún domina este país y del que se está desperezando a marchas forzadas.

Es frecuente que deba pasar las horas del almuerzo esperando en ellas algún tren, por lo que suelo comer en las salas de espera, siempre carentes de asientos libres, lo cual provoca una lucha soterrada y carreras disimuladas entre los usuarios de la estación. Y no hablaré de los HIJOS DE PUTA que "sientan" a sus maletas, no vayan a coger un resfriado si tocan el suelo, porque no quiero exaltarme. ¡BASTARDOS HIJOS DE PERRA!

Me encontraba el otro día en Atocha degustando un jugoso bocadillo de tortilla de patatas, cuando, para distraerme, procedí a inspeccionar los rostros de aquellos viajeros que me rodeaban. En qué mal momento lo hice, pues en el mismo instante en que levantaba la vista de la mezcla divina de patata y huevo, mi mirada se cruzó con la de una señora que me contemplaba como si fuera un pastel de manzana enfriándose en el alféizar de una granja de Missouri. Era la mirada del hambre, del ansia irrefrenable, de la desesperación ardiente y el deseo inextinguible... la mirada de los mil cochinillos.

La pobre señora se encontraba algo lejos de mi asiento y además calibré su respuesta al ver que me acercaba con la pechera cubierta de migas, el bocadillo en una mano, una coca cola rebosante en la otra, y una franca sonrisa. Bien podría haberme devorado allí mismo o gritado histérica en busca de la policía; ambas opciones nada deseables, así que decidí no ofrecerle un pedazo de tortilla. Espero que esa buena señora encontrara a alguien que la alimentara y no muriera de inanición.

Para evitar experiencias similares, terminé de comer enfocando la vista en los trenes que languidecían en las vías, como serpientes de metal adormecidas que solo revivirían tras engullir a la masa humana que se agolpaba, cansada, frente a ellas.

Cuando el último bocado del bocata traspasó mis fauces, creí oír un lamento lejano; el rugido de millares de estómagos clamando por un pedazo de pan. No me atreví a mirar hacia donde se encontraba la señora de antes. A veces es mejor no saber.

Aún me quedaba media hora antes de embarcar, así que como no tenía otra distracción, me dispuse de nuevo a observar a mis congéneres. Miré en la dirección contraria a donde se encontraba la novia de Galactus. La estampa que me encontré no era menos aterradora.

Otra señora, y no es que me fije solo en ellas y obvie de mi campo visual todo aquello que tenga rabo, que también, abrió un tupper con avidez, dispuesta a darse a la pitanza, como la hora lo requería. Cual fue mi sorpresa, cuando del tupper no sacó una cucharada de lentejas, un puñado de croquetas o un filete empanado acompañado de sus correspondientes patatas, sino.. ¡galletas de chocolate!

Y ojo que no es la primera, ni será la última, persona a la que he visto con semejante platillo. Hay mucha gente que decide portar sus preciadas galletas en tuppers gigantes. A ver, que puedo entender que no quieran que se queden manidas o se despedacen en el traquetreo del viaje, pero yo las he llevado envueltas en papel de aluminio siempre y han llegado como recién sacadas del paquete a su destino.

Estuve tentado de preguntarle el por qué de semejante empaquetado: ¿precaución? ¿paranoia? ¿una promesa? ¿estupidez? ¿extravagancia?, pero los altavoces anunciaron la salida de mi tren en escasos minutos y tuve que salir corriendo. Había pasado 23 minutos viendo a una mujer comer galletas, y ni siquiera se las metía enteras en la boca.
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