Fructuoso Martínez, mercenario estelar

Carta del chaval desde los Estates. En un mundo de conexión instantánea, Internet, móviles y demás parafernalia, Fructuoso Martínez se aferraba a lo tradicional.

De vez en cuando concedía a la modernidad un papel protagonista, se conectaba desde el ordenador de su taller para ver a su hijo y a su nieto. Sin embargo, casi le emocionaba más, como aquel día, recibir una misiva de su puño y letra. Cualquiera se sienta delante de un aparato y deja que lo filmen, sentenciaba la Choni en uno de sus cada vez más frecuentes ataques de ñoñería, pero sentarse a escribir a mano como en nuestros tiempos, eso significa que hay sentimientos.

Y él estaba de acuerdo. Justo cuando cerraba el taller, el cartero le había entregado la carta, y Fiti, como le llamaban sus amigos, caminaba a la taberna a compartir con ellos aquella alegría.

Junto a la ventana, como solía ser habitual, se encontraba sentado Diego. La mirada perdida, espalda recta y gesto soñador. Tras un fallido intento de suicidio había quedado en estado catatónico. Había sobrevivido al impacto de puro milagro, pero donde quiera que estuviera su mente, de seguro estaba muy alejada del barrio de Santa Justa.

Aun así, fue el primero al que enseñó el sobre decorado por su nieto, con dibujos de llaves inglesas. Mira Diego, carta de Raúl. Ahora vengo y te la leo. Igual ha visto a Marcos. Pero no lo creía. Tras el suicidio, su familia le había dado de lado. Ninguno de sus hijos había ido a visitarlo. Curiosamente, Boliche sí. Y como siempre que iba a la taberna, se asombró de lo extraño de aquello.

Tras la barra estaba el camarero gangoso y algo sonado del que todos habían olvidado su nombre. Se limitaban a llamarlo "Jefe" y a él parecía gustarle.

- Hola, Jefe. ¿Está Santi? -, le preguntó mientras cogía un puñado de cacahuetes de un cuenco cercano.

Este surgió de la trastienda cargando un par de jamones que comenzó a colgar subido a un precario banco que se tambaleaba ante el mínimo movimiento que hacía el tabernero.

- Hombre, Fiti. Vienes un poco tarde hoy. Se te va a enfriar el bocadillo de jamón.

El "Jefe" le acercó una cerveza y un mollete de ibéricos, su comida diaria.

- Na, es que el cartero me ha entretenido -. Le respondió mientras agitaba la carta -. De mi Raúl.

Santiago descendió con cuidado mientras bufaba y movía la cabeza de un lado a otro.

- Mira que eres cerrao, Fiti. Con las moderneces que hay hoy, el Internete y el esquipe. Si no fuera por él, no podría ver a mi Santiaguín.

- No compares, Santi. Son situaciones distintas. Mi mujer no me ha puesto una orden de alejamiento.

- Nos ha jodio mayo, como que no tienes -, replicó malhumorado el tabernero. - Que lo más cercano que has estado últimamente de una hembra ha sido cuando la china que vende rosas te llevó el Mercedes para que le cambiaras el aceite.

- Venga, que no he venido a discutir. Tengamos la fiesta en paz. ¿Quieres que la lea o no?

Santiago asintió con la cabeza a regañadientes. Le serviría como excusa para pasar tiempo con su hermano. Se sentaron junto a él, al sol del mediodía que se colaba por la ventana y Fiti comenzó a leer.

Cuando terminó, había casi oscurecido.

- Ese chaval tuyo te ha escrito una inciclopedia. ¿No sería más rápido hablarlo? - inquirió Santiago mientras retomaba sus labores, preparando el cierre del negocio.

- Joder, ¿no me digas que esto no es mas bonito así? Como Miguel Strogonoff, imagínate sus caras...

- Te tendría que haber pegado un tiro con la escopeta cuando nos arruinaste.

- Anda vete un poquito a la mierda, Santi.

El "Jefe" contemplaba sonriente la escena. Se había convertido en costumbre que todos los encuentros entre los hermanos y Fiti terminaran con insultos. Aunque no vinieran a cuento. Fructuoso se levantó, le dio un beso en la frente a Diego y se marchó.

- Hasta mañana, señores.

Para culminar el día, acudió al parque en busca de una lumi que le recordaba a Candela. Él no tenía necesidad de pagar por esos menesteres, pero en Nochevieja, volviendo a casa, se cruzó con ella y el parecido con su ex mujer reavivó en su corazón un fuego que pensaba extinguido para siempre.

No encontró a su Candela de circunstancias en el sitio donde se colocaba siempre. Comenzó a dar vueltas por el lugar, buscando entre los árboles, escuchando atentamente los gemidos que otro afortunado pudiera estar arrancándole, teatralmente, pues ella le había confesado que solo él era capaz de hacerla disfrutar.

Tomó el camino que desembocaba en el estanque, a ella le gustaba mirar a los patos dormir, pero antes de llegar, le pareció ver en la distancia a una pareja de hombres que también merodeaban por allí. Se escondió entre unos arbustos, no fuera a ser que se pensaran que estaba haciendo lo del cruasán.

Allí, en cuclillas bajo un manto de estrellas y con las ramas de los arbustos clavándoseles en las pantorrillas, se le ocurrió que quizá pudiera encontrar a la chica en la fuente con la estatua de Cupido que más de una vez le había comentado que le gustaba. Para que luego dijera Candela, la de verdad, que él no se preocupaba por sus gustos...

Los desconocidos pasaron de largo y él salió de su escondite corriendo hacia la fuente. Pero allí no había nadie. De pronto, un zumbido comenzó a atronar en sus oídos y se vio recubierto por una luz amarrilla cegadora. Su primer pensamiento fue que le habían pillado los municipales.

- Señor agente, esto no es lo que parece -. gritó al vacío mientras agitaba los brazos por encima de su cabeza -. Yo no quiero cruasán ni me interesa. Lo respeto porque todo el mundo tiene sus necesidades y entre personas adultas se puede hacer cualquier cosa, pero yo no...

Se calló. Algo andaba mal. Nadie le dio el alto ni le pidió la identificación. Además, la luz era demasiado potente para venir de una linterna. Ni siquiera las buenas, las de los estantes superiores del Leroy Merlin, eran capaces de proyectar tanta luminosidad. Y encima para venir de...

Inclinó la cabeza hacia atrás lentamente, y antes de que sus ojos llegaran a vislumbrar el círculo metálico posado sobre él a varios de altura, el cuerpo de Fructuoso se desvaneció en el silencio de la noche.

Cuando recuperó el conocimiento se encontraba tumbado en el sofá del salón de su casa. ¿Lo habría soñado todo? Hizo esfuerzos ímprobos por recordar lo que había después de que aquella luz le cegara antes de ver... ¿qué era? ¿Un platillo volante? Ay Fructuoso, tienes que dejar los chatos después de las 9 de la noche. Te estás haciendo mayor... se dijo mientras se reincorporaba al son del crujido que producían en siniestra armonía los huesos de su espalda.

La cabeza le palpitaba como si fuera a eclosionar. Se rascó la coronilla dudando de si era posible poner un huevo por la cabeza. ¿Qué era lo que se rumoreaba en el pueblo que le había pasado al Pascual? Algo parecido, pero no estaba seguro. Necesitaba unas aspirinas y un bocadillo de lomo. La resaca siempre le daba hambre. ¿Le habría encontrado el sucedáneo de Candela y le habría hecho un servicio? Se rascó la entrepierna y llegó a la conclusión de que había pasado la noche solo. Lo raro es que no logró encontrar la cartera en ninguno de los bolsillos de su pantalón, por lo que no podía descartar un robo. A lo mejor le habían dado Buruaga y se había quedado muñeco. Pero entonces, ¿cómo había vuelto a casa?

Con multitud de dudas rondando su cabeza se dirigió a la cocina. Pero cuando intentó abrir la puerta no pudo. Tiró con todas sus fuerzas y no hubo manera de abrirla. Era raro, porque la había engrasado justo hacía una semana. Quizá no lo hizo bien. No fue generoso con el producto, cierto, pero eso no explicaba que la hoja no se moviera un centímetro siquiera. Tiró del pomo con todas sus fuerzas y lo único que consiguió fue quedarse con él en la mano. Cuando miró por el agujero donde se encontraba hasta unos instantes antes, no pudo creer lo que vio: una plancha de metal.

Golpeó la puerta con rabia. La pateó rítmicamente, le dio incluso varios cabezazos. Todo en vano. Además, el último cabezazo por poco hizo que se desmayara. Por un momento le pareció que su salón se llenaba de interferencias, como en la tele.

- ¿Seguiré borracho? - se preguntó en voz alta.

No esperaba recibir respuesta por lo que la voz metálica que escuchó le heló la sangre.

- No, Fructuoso, no lo estás. - Alguien le había hablado desde el interior de su cerebro.

- ¿Dios? - susurró con temor.

- A tus congéneres les gusta llamarnos así, pero no, no soy tu dios, Fructuoso Martínez.

- Pues ya me estás dando explicaciones de qué cuento es este - inquirió el mecánico mientras se dirigía al sofá con el cuerpo todavía dolorido por los golpes que había propinado a la puerta -. Si no eres Dios, y no estoy loco, porque un Martínez no se vuelve loco después de una borrachera, sino antes, ¿qué está pasando aquí?

El salón desapareció y de pronto se vio de pie en mitad de una habitación circular de blancas paredes. La imagen de un hombre con bigote se materializó frente a él. La figura incorpórea comenzó a hablar pero sus labios no se movían. De todas formas no eran sus orejas las que escuchaban lo que el misterioso ser le contaba.

- Disculpa el teatrillo, pero es el procedimiento. Extraemos de la memoria cognitiva de nuestros voluntarios la imagen del lugar donde se sienten más seguros, de esa forma cuando despiertan el trauma no inutiliza sus sentidos.

- Un momento, ¿cómo que voluntario? Ni en la mili me presentaba voluntario para cortar el jardín siquiera.

- Es un tecnicismo, Fructuoso. El gobierno nos obliga a que todos los soldados se alisten por propia voluntad.

- ¿El gobierno? Me cago en Mariano y en sus siete enanos. ¡Sabía que tendría que haber votado a VOX!

- No, tu gobierno no, el nuestro.

- No me digas más. Americanos. Felipe, otro que tal. ¡Tendría que haber votado a Fraga! Al menos ese iba de cara.

- Cálmate, Fructuoso.

- Llámame Fiti que si no, no me ubico.

- Está bien, Fiti. Permíteme que te cuente de qué va todo esto. Pero primero, deja que te haga una pregunta. ¿Crees que hay vida en otros planetas?

- Hombre, yo siempre he dicho que la propia existencia de Santiago justifica la presencia de otros seres extraespaciales que compensen un poco el nivel de belleza en el universo.

- Sí, es feo el jodío - apuntó el humanoide.

- Un respeto, que me invita a jamón.

- Tengo que decirte que estás en lo cierto. No solo existe vida extraterrestre sino que las distintas especies se cuentan por millones. La mayoría se agrupan en la Federación Kuark. No sin cierta modestia he de decir que mi raza fue vital en su creación hace tres percs. Sin embargo, como ocurre en tu planeta, hay un grupo de razas que no quieren integrarse.

- ¿Hay gitanos en el espacio? Fíjate que no me extraña.

- No, no. Estos seres son, por desgracia, muy belicosos y ansían el dominio del universo.

- Moros entonces. Qué tópico, ¿no? - Fiti no sabía qué pensar de todo aquello. A cada información que iba recibiendo la idea de que le estaban tomando el pelo iba acrecentándose en su psique.

- Es lo que hay. A mi no me preguntes que solo soy un mandado. Como resultado, estamos en guerra. Les superamos en 3000 a 1, pero ocurre que las razas más pacifistas son las que forman la Federación y por eso necesitamos de soldados que luchen por nosotros. Y ahí entráis vosotros, los humanos. Las reglas de la Federación impiden que los miembros de un planeta virgen como el vuestro formen parte de la guerra, pero no dice nada de miembros aislados. Dominamos la tecnología del viaje del tiempo, viajamos al momento en que detectamos que alguien va a morir y lo "salvamos" con nuestra nave.

Los profesores de Fructuoso siempre se cuidaban de señalar en los boletines de notas que el chaval era un poco corto, pero ni siquiera la mente más débil de la Tierra hubiera pasado por alto las implicaciones que esta última revelación tenían para él.

- Espera, ¿eso quiere decir que iba a morir junto a aquella fuente?

Su interlocutor no respondió. Sus labios temblaban sin parar y comenzó a mirar a un lado y a otro.

- ¿Cómo? Si no había nadie. - preguntó finalmente Fiti.

- Te iba a caer una nave espacial encima. Culpa de Flexor, ¿eh?, que es el mecánico. Lo que pasa es que sin querer le di al rayo tractor y aquí estás.

- Un poco lioso todo, creo. Esto es lo mas absurdo que me ha pasado desde que me dijeron que era hermano de la cantante de Camela.

- Los viajes en el tiempo no son sencillos, pero son reales. Por eso existen los deja vu. Son la huella que dejamos en vuestras mentes.

- Tiene sentido -. Fiti rumió la respuesta durante unos instantes, pero algo no le terminaba de convencer-. Si podéis viajar en el tiempo, ¿habéis visto cómo termina vuestra guerra? - su Raul estaría orgulloso del uso que le estaba dando al raciocinio. En ese instante fue consciente de que cabía la posibilidad de no verle a él ni a su nieto nunca más.

- Si, perderemos.

- ¿Y por qué seguís luchando y no os rendís?

- Pues por ver si cambia algo.

- ¿Y qué queréis de mi? No sé nada de ejércitos, guerra o naves espaciales. Yo tengo familia, un taller, amigos, un poco deficientes, pero amigos al fin y al cabo. Incluso tenía un algo con una mujer...

- Sí, Vanessa. La conocemos bien - se hizo un silencio incómodo que rompió segundos después el ser-. Queremos que te alistes en nuestro ejército mercenario. En cuanto terminemos de reclutar a un par de humanos más, partiremos a mi planeta, MediaGlobo, donde se encuentra la Academia de Guerra. Allí serás instruido en las artes de la guerra moderna y asignado a una unidad.

- ¿Me puedo negar?

- Por poder, puedes, pero no te vamos a hacer caso.

- ¿Y si no quiero?

- Pues te tiramos la nave encima y dejamos que el destino siga su curso. Es una pena, la pintamos ayer.

- ¿Podré volver al menos cuando todo haya acabado para estar con mi chiquillo?

La figura del humanoide titileó por unos instantes.

- Hombre, pues si continúas con vida, no veo por qué no.

- Pero hay algo que no me queda claro, ¿por qué humanos? ¿No hay bichos por ahí que escupan ácido y tengas pinchos y cuernos y cosas así?

- Los hay, pero vosotros sois los mayores hijos de puta de todo el universo.

La figura se desvaneció en el aire y una puerta se abrió a su izquierda. Un pasillo se extendía ante él. Las paredes lisas no daban ninguna pista de hacia donde se dirigía. Tras diez minutos caminando, fue a parar a una sala ovalada presidida por una mesa de roble. En el sitio de honor se sentaba un asiático regordete vestido con pieles de zorro que se levantó con una gran sonrisa en cuanto le vio entrar.
Le ofreció la mano y se presentó.

- Khamil Khan, de la horda de oro. Un placer, Fructuoso.

- Mucho gusto, señor chino.

- Chino no, mongol.

- Pues eso decía. ¿A ti también te han secuestrado?

- Oh si, pero hace ya tiempo. Llevo luchando en las Guerras del Dolor cinco años. Me hirieron en la Batalla del Meteoro de Onyx y me relegaron a un puesto administrativo. Soy el oficial de enlace con nuevos reclutas.

- Cinco años... y sigues vistiendo así. Pues si que estáis atrasados vosotros todavía, ¿no? Y luego dice África que soy un carca. Que por cierto, que quede entre tú y yo pero me la estoy trajinando.

- Eso sobra, Fructuoso - le reprendió el mongol, que no quería saber nada de líos familiares.

- Ya te digo yo que no, amigo mongolo. Cuando pruebas a un Martínez ya no te conformas con otra cosa. Pero no digas nada, ¿eh? Estuvo saliendo con mi chaval y podría ser complicado de explicar.

Un pitido intermitente comenzó a sonar en la mesa. De esta surgió un panel luminoso con caracteres extraños. Khamil volvió a su asiento y le echó un vistazo.

- El último recluta acaba de abordar la nave y está recibiendo la charla. Ponte cómodo, el viaje durará un par de horas. Mientras, puedo resolver todas tus dudas. Señaló a un ojo de pez que se abrió en la pared dando paso a una vista general del espacio, en cuyo centro se encontraba la Tierra-.  Por si te quieres despedir...

Fructuoso echó un último vistazo a su planeta madre, una enorme bola azul repleta de sueños, ilusiones, drama, emociones que cada vez se iba haciendo más pequeña hasta que solo fue un pequeño punto en un lienzo repleto de estrellas.

Continuará...
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